Sobre Clase ’66, de Ariel Halac y Marcos
Tatián.
Abrahamovich /
Harabendián Editores, Córdoba, 2012
Por Gastón Sironi
El libro es pequeño y breve,
morado, en la tapa un guardapolvos escolar cuyo habitante se ha salido dejando
no poco en el camino: tinta roja en una manga, tierra en la otra, un botón
menos.
Clase ’66 pone a dialogar cuatro relatos de Ariel Halac y ocho
pinturas de Marcos Tatián, dos sobrevivientes del Colegio Manuel Belgrano en
manos duras. Es un pie en la pintura de tapa lo que dispara la idea de
sobrevivencia:
EDUCACIÓN
1972-1985
Un pie que también es una lápida,
o más bien un epitafio, la educación muerta, un guardapolvo sin carnadura, un uniforme
sin contenido.
Ya el título, Clase ’66, traza un sutil punto de
desvío: usábamos el año de nacimiento para identificar una camada del maldito
servicio militar, no para el secundario. Es que este libro, que habría podido
llamarse Promoción ’85, habla de una
generación de alumnos secundarios tratada como una clase del servicio militar.
De un secundario militarizado, en pleno tránsito de un teniente coronel a cargo
de los chicos, antes vicerrector del otro colegio universitario de la ciudad y
después diputado nacional.
Cuatro materias, ocho recreos
Es éste el segundo libro en que
Halac puntúa sus textos con obras plásticas, luego de Los cosmonautas, una edición de pequeño formato ilustrada con los
colores intensos de su hermano Pedro.
El libro se abre con el relato Alta en el cielo y la imagen de Víctima, la victorinox de los chicos
bravos, con todas sus puntas y filos desplegados. Ya con Internet, el narrador
encuentra preso a Axel Casino, el Chato, un ex compañero del colegio, y
empezando por los nombres Halac retoma los guiños al policial negro
estadounidense que había ensayado tan eficazmente en los velocísimos cuentos de
Asalto en Calle 10 (Alción, 1998).
Tatián le da las herramientas: además de la navaja está Adán, un martillo del 18 sobre fondo sangre.
Corre 1981. El patio de la
bandera, los chicos marchando sobre las baldosas de hielo. Siempre la bandera,
gualdrapeando en el viento del colegio, y en lo más alto de los campeonatos de
fútbol, y poco después en la ráfaga de Malvinas. El Teniente Coronel Retiro
Efectivo, el arma apoyada en su escritorio, coordina una razzia investigadora
con la Regente de Estudios (¿qué cargo es ese? ¿Existió? ¿Sigue existiendo?).
El cuento Americana está ilustrado por Lección
de Anatomía: aprieten los dientes, muchachos, y mídanse. Suena “Staying
Alive” y Ana Bombona baila, única
mujer entre seis varones hirviendo de deseos secundarios. El final abrupto del
relato habla de un libro apresurado, o presurizado, a más de un cuarto de siglo
de todo aquello. A causa de eso, quizá, puede sentirse que la impresión podría
haber dado un mejor contexto a las obras de Tatián, pero es que este libro se
escribió en diez años, entre Miami, Barcelona y la Costa Brava, se corrigió en
una breve noche cordobesa y se editó entre dos aguas a través del sello
Abrahamovich / Harabendian, entre Córdoba y Girona.
El relato Cerca de las vías está acompañado por dos inquietantes pinturas de
Tatián que remiten al cómic. En la primera, Sierras
de Córdoba, la acción y el aspecto de los personajes invocan a “Los
intocables”, al Hammett cuyos ecos se oyen en la narrativa de Halac, traducidos
impecablemente en los escenarios de nuestra ciudad. Unas páginas después, en Oscuro objeto del deseo se deja ver un
fragmento de ruta y, posiblemente, un Jaguar con telón de lago bucólico y el
cielo del deseo.
Toda una música conforman los
nombres de los personajes de Halac, como en su anterior libro de cuentos: el
Cara de Lija, el Forro, el Morsa y la Chancha escuchan la radio, el programa se
llama “Alternativa”, y la música es progresiva
(¿qué significaba eso?). Entre las toses de una Puma y Raúl Porchietto aparecen
fragmentos de la memoria adolescente de la época: “Misión imposible”, “Viaje a
lo inesperado”, las All Star, las americanas y los pantalones baggy.
Se palpa también esa certeza
felipiana acerca de la inutilidad del estudio, para qué las matemáticas, para
qué el cálculo de utilidades agropecuarias. Importa soportar la mañana, pasar
agosto, aunque lo que espere después sea, sin solución de continuidad, un calor
africano, el sopor de las tardes a libro abierto, una terraza que se ha
carbonizado. Importa, por sobre el frío y el miedo y el tedio, llegar a Ana
Bombona, que aquí se transmuta en Ana Borgatello:
Si no apruebo física mañana voy a tener que
repetir el año, con todas las que me llevo. Ya le estoy viendo la cara de
fruncida a la vieja Churita. Mañana tomo el 158 a las seis y me presento como
sea. Me vuelvo a casa y le pego una leída al apunte de física o la encaro. Ana
Borgatello. Está sola en su casa y se asoma por la ventana, embolada con el
Rata. Es ahora o nunca.
Por último, Clase ’66 y las obras Argentina
y La Pampa, sendos guardapolvos
vacíos que penden de la nada en la reflexión o el recuerdo que ejerce Tatián
sobre la educación argentina de aquellos años. En el texto dominan los
celadores, las amonestaciones, la vigilancia permanente de la seguridad
nacional (no es nueva la cantinela: también –todavía– ahora taladran esas doctas
doctrinas). Y un final à la Halac, en
pleno éxtasis persecutorio, hiperbólico, una desmesura ventosa que rebota en
las paredes a cien kilómetros por hora.
Ariel Halac escribe una Juvenilia más cercana a La ciudad y los perros y perfectamente
cinematográfica: a uno le parece sentir el viento siberiano que corre entre
Alto Alberdi y el río a través de ese edificio que seguramente ha de haber sido
diseñado para el estudiantado brasilero.
Como en su primer libro, como en
la vibrante novela La ilusión de otra
cosa, todavía inédita, el policial negro es un tamiz donde se cierne lo
latinoamericano: los personajes son fracasados y el fracaso es total. Ni Ana
Bombona ni Ana Borgatello dirán nunca que sí, aunque meneen el deseo de los
chicos a uno y otro lado de las vías.
El libro acierta en transmitir la
densidad de la atmósfera dictatorial, el miedo como maquinaria urbana y también
pedagógica. La amenaza que se cierne sobre unos chicos de quince años y se
corporiza en rectores armados que arman listas de delación, profesores
taimados, celadores (la sola palabra infunde pánico, y cuánto más su
definición; dice el María Moliner: Se aplica en algunos casos a la persona que
tiene a su cargo cuidar de que se comporten debidamente otras en un sitio; por
ejemplo, los niños en un colegio o los presos en la cárcel).
Algo de ese cemento militar que
se respiraba también por esos años en el otro colegio universitario de Córdoba,
el Monserrat, que en esa época olía a monasterio y a la turba contenida de
cientos de varones: el sexo contenido o licuado en la violencia del artificio
unisexual, en esos pupitres atornillados a los listones de raulí, en las
corbatas y las nucas uniformes.
La ley del colegio: celadores,
miedo, el ejercicio del poder en posologías miserables, como en la brillante Ciencias morales, de Martín Kohan, que
transcurre en el mismo Colegio Nacional de Juvenilia,
más de cien años después.
Desolación, sordidez, el color
duro de las mañanas oscuras: siempre es invierno en el Belgrano de Halac. A ese
efecto contribuye una puntuación seca, cortada, como una memoria que quiere conjurar
el miedo, el frío y el malestar adolescente en tiempos verde oliva.
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