10/9/12

La ciudad y los perros




Sobre Clase ’66, de Ariel Halac y Marcos Tatián.
Abrahamovich / Harabendián Editores, Córdoba, 2012


Por Gastón Sironi


El libro es pequeño y breve, morado, en la tapa un guardapolvos escolar cuyo habitante se ha salido dejando no poco en el camino: tinta roja en una manga, tierra en la otra, un botón menos.
Clase ’66 pone a dialogar cuatro relatos de Ariel Halac y ocho pinturas de Marcos Tatián, dos sobrevivientes del Colegio Manuel Belgrano en manos duras. Es un pie en la pintura de tapa lo que dispara la idea de sobrevivencia:

EDUCACIÓN
1972-1985

Un pie que también es una lápida, o más bien un epitafio, la educación muerta, un guardapolvo sin carnadura, un uniforme sin contenido.
Ya el título, Clase ’66, traza un sutil punto de desvío: usábamos el año de nacimiento para identificar una camada del maldito servicio militar, no para el secundario. Es que este libro, que habría podido llamarse Promoción ’85, habla de una generación de alumnos secundarios tratada como una clase del servicio militar. De un secundario militarizado, en pleno tránsito de un teniente coronel a cargo de los chicos, antes vicerrector del otro colegio universitario de la ciudad y después diputado nacional.


Cuatro materias, ocho recreos

Es éste el segundo libro en que Halac puntúa sus textos con obras plásticas, luego de Los cosmonautas, una edición de pequeño formato ilustrada con los colores intensos de su hermano Pedro.
El libro se abre con el relato Alta en el cielo y la imagen de Víctima, la victorinox de los chicos bravos, con todas sus puntas y filos desplegados. Ya con Internet, el narrador encuentra preso a Axel Casino, el Chato, un ex compañero del colegio, y empezando por los nombres Halac retoma los guiños al policial negro estadounidense que había ensayado tan eficazmente en los velocísimos cuentos de Asalto en Calle 10 (Alción, 1998). Tatián le da las herramientas: además de la navaja está Adán, un martillo del 18 sobre fondo sangre.
Corre 1981. El patio de la bandera, los chicos marchando sobre las baldosas de hielo. Siempre la bandera, gualdrapeando en el viento del colegio, y en lo más alto de los campeonatos de fútbol, y poco después en la ráfaga de Malvinas. El Teniente Coronel Retiro Efectivo, el arma apoyada en su escritorio, coordina una razzia investigadora con la Regente de Estudios (¿qué cargo es ese? ¿Existió? ¿Sigue existiendo?).

El cuento Americana está ilustrado por Lección de Anatomía: aprieten los dientes, muchachos, y mídanse. Suena “Staying Alive” y Ana Bombona baila, única mujer entre seis varones hirviendo de deseos secundarios. El final abrupto del relato habla de un libro apresurado, o presurizado, a más de un cuarto de siglo de todo aquello. A causa de eso, quizá, puede sentirse que la impresión podría haber dado un mejor contexto a las obras de Tatián, pero es que este libro se escribió en diez años, entre Miami, Barcelona y la Costa Brava, se corrigió en una breve noche cordobesa y se editó entre dos aguas a través del sello Abrahamovich / Harabendian, entre Córdoba y Girona.

El relato Cerca de las vías está acompañado por dos inquietantes pinturas de Tatián que remiten al cómic. En la primera, Sierras de Córdoba, la acción y el aspecto de los personajes invocan a “Los intocables”, al Hammett cuyos ecos se oyen en la narrativa de Halac, traducidos impecablemente en los escenarios de nuestra ciudad. Unas páginas después, en Oscuro objeto del deseo se deja ver un fragmento de ruta y, posiblemente, un Jaguar con telón de lago bucólico y el cielo del deseo.
Toda una música conforman los nombres de los personajes de Halac, como en su anterior libro de cuentos: el Cara de Lija, el Forro, el Morsa y la Chancha escuchan la radio, el programa se llama “Alternativa”, y la música es progresiva (¿qué significaba eso?). Entre las toses de una Puma y Raúl Porchietto aparecen fragmentos de la memoria adolescente de la época: “Misión imposible”, “Viaje a lo inesperado”, las All Star, las americanas y los pantalones baggy.
Se palpa también esa certeza felipiana acerca de la inutilidad del estudio, para qué las matemáticas, para qué el cálculo de utilidades agropecuarias. Importa soportar la mañana, pasar agosto, aunque lo que espere después sea, sin solución de continuidad, un calor africano, el sopor de las tardes a libro abierto, una terraza que se ha carbonizado. Importa, por sobre el frío y el miedo y el tedio, llegar a Ana Bombona, que aquí se transmuta en Ana Borgatello:

Si no apruebo física mañana voy a tener que repetir el año, con todas las que me llevo. Ya le estoy viendo la cara de fruncida a la vieja Churita. Mañana tomo el 158 a las seis y me presento como sea. Me vuelvo a casa y le pego una leída al apunte de física o la encaro. Ana Borgatello. Está sola en su casa y se asoma por la ventana, embolada con el Rata. Es ahora o nunca.

Por último, Clase ’66 y las obras Argentina y La Pampa, sendos guardapolvos vacíos que penden de la nada en la reflexión o el recuerdo que ejerce Tatián sobre la educación argentina de aquellos años. En el texto dominan los celadores, las amonestaciones, la vigilancia permanente de la seguridad nacional (no es nueva la cantinela: también todavía ahora taladran esas doctas doctrinas). Y un final à la Halac, en pleno éxtasis persecutorio, hiperbólico, una desmesura ventosa que rebota en las paredes a cien kilómetros por hora.

Ariel Halac escribe una Juvenilia más cercana a La ciudad y los perros y perfectamente cinematográfica: a uno le parece sentir el viento siberiano que corre entre Alto Alberdi y el río a través de ese edificio que seguramente ha de haber sido diseñado para el estudiantado brasilero.
Como en su primer libro, como en la vibrante novela La ilusión de otra cosa, todavía inédita, el policial negro es un tamiz donde se cierne lo latinoamericano: los personajes son fracasados y el fracaso es total. Ni Ana Bombona ni Ana Borgatello dirán nunca que sí, aunque meneen el deseo de los chicos a uno y otro lado de las vías.
El libro acierta en transmitir la densidad de la atmósfera dictatorial, el miedo como maquinaria urbana y también pedagógica. La amenaza que se cierne sobre unos chicos de quince años y se corporiza en rectores armados que arman listas de delación, profesores taimados, celadores (la sola palabra infunde pánico, y cuánto más su definición; dice el María Moliner: Se aplica en algunos casos a la persona que tiene a su cargo cuidar de que se comporten debidamente otras en un sitio; por ejemplo, los niños en un colegio o los presos en la cárcel).
Algo de ese cemento militar que se respiraba también por esos años en el otro colegio universitario de Córdoba, el Monserrat, que en esa época olía a monasterio y a la turba contenida de cientos de varones: el sexo contenido o licuado en la violencia del artificio unisexual, en esos pupitres atornillados a los listones de raulí, en las corbatas y las nucas uniformes.
La ley del colegio: celadores, miedo, el ejercicio del poder en posologías miserables, como en la brillante Ciencias morales, de Martín Kohan, que transcurre en el mismo Colegio Nacional de Juvenilia, más de cien años después.
Desolación, sordidez, el color duro de las mañanas oscuras: siempre es invierno en el Belgrano de Halac. A ese efecto contribuye una puntuación seca, cortada, como una memoria que quiere conjurar el miedo, el frío y el malestar adolescente en tiempos verde oliva.

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