El poeta
salió a la ciudad de piedra, a recorrer los espacios vacíos de un domingo que
amenazaba con ser tórrido. Salió huyendo de su casa, a integrarse a un paisaje que le era conocido.
Un paisaje interior y a la vez de puentes y ríos tan concretos como su último
sueño.
“ Soñé con
alguien parecido a Sonia Braga” me dijo y se acercó al río desde el borde del
puente. Recorrimos las arcadas de piedra en la mañana vacía. Después de las 10
ya había tiempo para un café o para libreros que exponían los últimos vestigios
de textos impresos. Restos simbólicos de la acción de escribir a los que el
poeta se aferraba como quien se aferra a una balsa. El poeta, loco y maldito,
recorre esas arcadas y esos libros como
si fuera el dueño de la ciudad. Lo acompaño entre esas piedras, en esa mañana
de domingo que despunta como su sueño. “ Sonia Braga me besaba. ¿Has pensado en
la continuidad entre sueño y fantasía? …” dijo y se sumió en ese sueño mientras
observa una mujer bahiana, morena, fatídica y de labios carnosos en la esquina,
dentro de un bar apenas cerrado en la mañana que despunta. Su alma no ha
descansado. Está buscando a su ego reflejado en un diario de la ciudad. Quiere
mimetizarse con la ciudad, quiere ser etéreo en el alma de sus leyendas. Quiere
ser recordado, inmortal, imperecedero. Quiere tener entre sus brazos a la leona
y todas las demás fábulas que habitan las calles de la ciudad. No entiende cuáles
son sus últimos pasos ni sus primeras palabras, no entiende cual es el destino
de todo hombre mortal que en cualquier momento se tuerce y se despeña por el
río como un cadáver.
Lo veo venir
al librero. Le veo los ojos inyectados de odio visceral por el extranjero. Le
veo apoyar el cuchillo en la yugular. Como si fuera un espacio tridimensional
cinematográfico, como si tuviera los lentes de colores observo como la punta se
clava en el cuello del poeta. Y el poeta cae sangrando, las piedras se llenan
de sangre de su yugular. “ Me debe diez euros hace meses” explica el
librero. “ Me había comprado el tratado de psiquiatría ese, me timó, tiene lo
que se merece”. Los demás libreros miran impávidos mientras algún transeúnte se
atreve a llamar a la policía. La ciudad no ha alterado su ritmo. A nadie le
preocupa la sangre de un inmigrante. De un simple poeta muerto por deudas.
Matar por deudas se ha convertido en algo común. Aunque se trate solo de un
libro, aunque solo se trate de un tratado de psiquiatría que el poeta usa en su
trabajo con locos. Aunque solo se trate de un asesinato en la ciudad despierta
un domingo. Es un asesinato y hay que hacer el ritual: recoger el cadáver,
investigar quien fue, publicar su nombre en el diario. Analizar las causas y
las consecuencias del hecho.
Sé quien fue.
Ví venir al librero, oí su explicación, " por diez euros". Vivo con ese hecho atroz en la conciencia. No quiero opacar la fama ni la inmortalidad del poeta. Su ego
reflejado al fin en el diario de la ciudad. “ Un timador menos” escucho decir a
otro librero y sonrío. Al fín la ciudad lo conoce, me digo. Al fín puede
escapar de ser vencido por el soborno y el deseo implacable del sistema. "Ahora
es libre", pienso y recorro el puente de piedra leyendo el diario, al domingo
siguiente. Recorro el hecho, consuelo a la viuda y al hijo, me aferro a la
noción de inmortalidad. “ Murió por diez euros” reza el titular y entre las
barras del puente veo a aparecer a Sonia Braga, que le da un último beso al
poeta y lo inmortaliza en la ciudad de piedra.
Ariel Halac, L´Escala, 28 de agosto 2012
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