Se
pasó diez años reclamándole al cartero una carta
de amor de un amor joven y apuesto, y repitiéndole la misma
pregunta: “¿Nunca lo voy a tener?”
Si
bien no era tan joven y los años juveniles le habían
quedado ya en el recuerdo, aún preservaba el brillo en sus
ojos, el dulzor en su sonrisa y esa manera de tratar a las personas
haciéndolas sentir únicas.
Ella
no quería recibir una carta de amor que la llevase al
matrimonio, quería recibir una carta que la hiciera sentir
plenamente elegida por un hombre, al menos por uno de ellos.
Su
vida era monótona: por la mañana, muy temprano, abría
el bar a las 6 cuando empezaban a llegar los primeros clientes, y
doce horas más tarde se iba a casa, a prepararse para el día
siguiente. Sus amigas casi no contaban con ella para sus salidas,
pues sus respuestas eran siempre las mismas: “esta noche no puedo,
me tengo que acostar temprano. No te olvides que me levanto a las 5”.
Poco
a poco se había sumergido en su propia jaula solitaria y ya no
cantaba su alegre trino de pájaro libre. Su esperanza de
abandonar aquellos barrotes era la correspondencia; pero el
repartidor sólo tenía para ella facturas de agua, gas,
electricidad y teléfono.
Esa
mañana el cartero pasó cerca del mediodía, hora
en que había mucho trabajo en el bar, y ella no pudo prestarle
mucha atención. Guardó los sobres debajo de la caja
registradora y sólo alcanzó a repetir su frase de todos
los días: “¿Nunca me va a traer una carta de amor?”.
A
eso de las 3 de la tarde, después de comer, el perfume de uno
de los sobres le llamó la atención al punto de decidir
abrirlo. La misiva había sido tipeada en una vieja máquina
de escribir Olivetti y en una hoja de papel con aroma a colonia
masculina: la carta más romántica con que puede soñar
una mujer: Sus miradas, sus relatos, sus posturas y hasta sus quejas
se reflejaban en aquella descripción llena de dulzura, escrita
de manera anónima por quien la consideraba “la mujer de sus
sueños”. La carta no tenía remitente y el cartero,
por supuesto, no tenía idea de quien la habría podido
enviar.
Desde
aquel día su olfato incomparable no se detiene ante los miles
de perfumes masculinos que entran al bar. Sólo quiere
encontrar a su mancebo.
El
cartero, en tanto, sigue recibiendo cada día la misma
pregunta: “¿Nunca lo voy a tener?”.
Ángel Eusebio - Girona, 22-08-2003
No hay comentarios:
Publicar un comentario