11/8/12

La Tejedora

(CUENTO)

Fue la única hija de un matrimonio de ibicencos que vivía de la agricultura, aunque la verdadera vocación de ambos era la artesanía.

Él, su padre, trabajaba el cuero desde el animal hasta la bota con las virtudes de un zapatero alicantino. 
Ella, su madre, trabajaba la lana desde la oveja hasta el abrigo, con la delicadeza, sutileza y buen gusto que tienen las mejores arañas tejedoras. 
Cuando Gertrudis nació, después de haberla buscado mucho tiempo, sus padres ya habían pasado los 40 tacos y aunque en aquella época -mitad del siglo pasado- tener un hijo a esa edad no era cosa del otro mundo, el promedio de vida en el Mediterráneo apenas si superaba los 60 años. 
En el caso de los Verdera, la vida de ambos ni siquiera llegó a ese promedio. Toni Verdera falleció cuando su hija era aún una niña, mientras fabricada unas ‘bótes de cuir’ (botas de cuero) para el cura del pueblo, y su esposa Xesca -Francesca- alcanzó a ver a su niña cumplir los 15 años antes de irse de este mundo. 
Desde ese momento Gertrudis tuvo que enfrentarse con la vida y madurar de golpe, porque se había quedado sola. 
Acostumbrada a las labores que había aprendido al lado de su madre, muy temprano en la mañana recorría el verde terreno de su finca hasta llegar al gallinero, alimentaba las aves, recogía los huevos y limpiaba las jaulas. 
Después recorría el huerto, el mismo que su padre y su madre habían trabajado durante años en el rincón más lejano de la era donde la tierra aparece más roja y fecunda; luego daba de comer a las ovejas y a media mañana, cuando el sol ya había evaporado el frío tempranero de la escarcha, se sentaba en el telar debajo de la higuera centenaria, para continuar el arte aprendido de los viejos. 
En su pueblo, Santa Gertrudis de Frutera, comenzaron a llamarla La Tejedora.
Su casa, ubicada a escasos 2.000 metros de la iglesia y del pueblo, tenía el calor de la lana en sus paredes y sus puertas, y aunque el invierno viniera silbando en ella no hacía falta caldera ni brasero. 
La lana era su mejor estufa. 
Al principio, apenas huérfana, La Tejedora dio continuidad al trabajo que hasta ese momento había hecho su difunta madre Xesca: esquilar las ovejas, quitar las partes más sucias con la mano y después llevar todo al río Santa Eulalia, cuyo cauce pasaba relativamente cerca, para lavar la lana cruda en la piedra. Después se ponía al sol, encima de unas ramas, y cuando estaba bien seca se iba separando con las manos, poco a poco, para que no se apelmazara. 
Cuando la lana llegaba a este paso, casi a principios de verano, le tocaba a Gertrudis el trabajo más espeso: cada noche, con mucha paciencia y en silencio, iba colocando las fibras en trozos pequeños, en las cardas, que frotaba tapa con tapa hasta dejar la lana manejable, sedosa y apacible. 
Entonces la hilaba. 
Cuentan los vecinos más viejos que era gracioso ver a La Tejedora haciendo hilo de lana por todos lados. Se ataba a la cintura un cinto de cuero, que había heredado de su madre, con una especie de orquilla de cinco puntas donde metía la lana cardada y de allí sacaba hiladas que enrollaba hasta completar el lío; y todo ello mientras limpiaba el gallinero, recogía los huevos, alimentaba las ovejas o juntaba tomates del huerto. 
Era una verdadera artista hilando por toda la casa, y mucho más lo era si hilaba en la rueca, con cascabeles y cencerros. En ese caso, una sinfonía melodiosa se escuchaba desde el camino de Fontassa que unía su finca con el pueblo. 
La rueca musical, a la que Gertrudis llamaba “Becerro”, era una obra de ingeniería mecánica creada por su padre en su juventud, y regalada a su madre cuando aún eran novios y el tejer era su sueño. Combinaba madera y cuero; clavos, tornillos y hierro; y un cencerro a cada lado que sonaban junto a los cascabeles traídos de muy lejos. 
Después de la rueca torcía la lana en el último paso de ésta, ayudada de un torcedor de madera, que retorcía el hilo a medida que crecía la madeja. Cuando el ovillo hacía doler la mano o los dedos, ya era suficientemente grande y estaba terminado. 
A partir de ese momento Gertrudis daba paso al tejido, con aguja o en telar, y el domingo llevaba el producto al pueblo, donde se vendía como pan caliente entre los vecinos que siempre pensaban en el invierno.
Calcetines, jerseys y prendas de abrigo, combinados sólo entre el blanco y el color crudo de la lana, ofrecían con sus puntos otra manera de enfrentar los meses de frío. 
Cuando la herida provocada por la temprana muerte de su madre había cicatrizado y el arte de tejer era ya como sus propias manos, La Tejedora comenzó a probar con los pigmentos. 
Combinaba tintas y colores para cambiar el blanco de la lana, y fruto de ese experimento, comenzó a vender sus puntos de tejido a vecinos de otros pueblos que venían desde lejos a buscar medias de lana, jerseys o chalecos hechos por La Tejedora del camino de Fontassa. 
Nunca le faltó comida, ni ovejas, lana o dinero. 
Cuando Gertrudis Verdera había pasado los 50, descubrió que a sus tejidos también lo usaban los hippies, los turistas y extranjeros; y empezó a generar modas, a combinar colores nuevos, a inventar otros abrigos en el telar o en las agujas y a llegar a todo el mundo con el arte que sus manos creaban desde el invierno. 
Aprovechando las virtudes de su pueblo, ubicado en el centro geográfico de la isla de Ibiza y conocido en todo el mundo por ser un lugar de encuentro, La Tejedora aparecía cada domingo por la mañana, muy temprano, con su tienda de artesana y allí mostraba sus prendas de lana que duraban poco tiempo expuestas porque el público se las llevaba. 
“Son especiales”, decía la gente, que no paraba de comprarlas. 
Una mañana de septiembre, después que tanto me habían hablado de sus lanas, fuimos con el Gordo Juanca y compramos dos chalecos, de nuestra talla, que llevamos envueltos para regalo. 
Nos atraía el comentario que al gente hacía de sus prendas, y por eso los compramos. 
Yo guardé mi paquete en el coche, pero el Gordo de inmediato se lo puso. 

- No sabes -me dijo-. Esto es impresionante. Tienes que ponerte tu chaleco, porque es algo totalmente distinto. 
- Vale. Ya lo probaré -dije, mientras él no paraba de adular su chaleco de lana. 

Se pasó toda la mañana, en la que tomamos café y cañas en los bares del pueblo, hablando del chaleco, de su abrigo, del calor que sentía todo su cuerpo. 
Antes de irnos de Santa Gertrudis, volvimos a la iglesia, donde La Tejedora, y allí le compró un par de calcetines grises y un gorrito de lana. 
“Ahora estoy completo”, me dijo. 
Dos o tres meses más tarde, cuando la noticia de su muerte llenó Santa Gertrudis de lágrimas, corrí a casa de mi amigo en el vecino pueblo de San Lorenzo donde había olvidado mi abrigo y allí lo encontré aún envuelto para regalo. 
Era invierno, crudo y frío. 
Como un homenaje, un recuerdo o quizás por culpa de haber caído en el olvido de abandonar en el coche del Gordo aquel abrigo, saqué el chaleco de lana del paquete que ella misma había hecho con sus manos aquella mañana de domingo y me lo puse en el cuerpo. 
Era color crema, tenía un trenzado a cada lado de la cintura, como terminación, el escote en “V” etiquetado por dentro y los hombros tejidos de tal manera que parecía con hombreras. 
“Juanca, me lo llevo puesto” le dije al Gordo, que sonreía sabiendo lo que me esperaba, y salí a la calle buscando mi coche.
Cuando iba a cruzar a la acera de enfrente, fue cuando empecé a darme cuenta. 
No era el frío, porque ese día no hacía tanto frío.
Era el chaleco. 
Subí al auto, lo puse en marcha y salí al camino. 
Antes de llegar a Santa Gertrudis, lo sentí hasta en mis brazos y mis manos, donde no cubría el abrigo; por lo que tampoco era la lana. 
Era el chaleco.
Entonces entendí por qué todo el mundo compraba los productos de La Tejedora en cualquier época del año.
No era sólo que te abrigaba el cuerpo.
Era sentir energía, recibir un estímulo distinto, escuchar palabras de aliento que nadie decía. Era como derrotar al miedo, como sentir de repente toda la seguridad del mundo en tu cuerpo. 
Era un abrazo. 
Un pecho fraterno pegado al mío, como el de un amigo; el peso de la cabeza apoyado en mi hombro izquierdo, donde el chaleco parecía tener una hombrera por dentro; la mano derecha apoyada en el centro de mi espalda y la izquierda un poco más abajo, justo encima de la cintura.
Era el chaleco. 

Ángel Eusebio - Ibiza, 05-08-2007
    

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