22/8/12

El Pueblo a Mediodía

El pequeño pueblo del Mediterráneo se dibuja con claridad en la línea de la Costa. 
Es la primera silueta que se percibe con nitidez cuando el avión vira mientras ingresa en la península desde el Este. La nave se abre paso por el continente, descendiendo hasta el aeropuerto. Harold mira el reloj, son las 12 en punto del mediodía.
El médico sueco Harold Forensen ha estado enterrado en la nieve seis meses. Su idea es hacerse unos días junto al mar, abrir la mente a nuevas experiencias, recuperar cosas esenciales. Ha atendido en su despacho externo del Gran Hospital de Estocolmo con la confianza que le han depositado sus pacientes y el gobierno sueco. Es una tarea que lo apasiona, pero que lo ha agobiado. Fue el invierno más largo en Europa desde que alguno tiene memoria. Incluso en el Mediterráneo, que ahora parece calmo como una melodía, los tifones arrancaron barcos, se llevaron puentes y paseos. Aun en Suecia, normalmente preparada para la adversidad, la gente padeció falta de luz y de agua durante meses, se interrumpieron el tráfico, los trenes, los viajes. Empieza el otoño y aquello parece parte de otra historia, de otra era. El verano ha sido bueno y es tiempo de disfrutar los últimos destellos de bonanza.
Forensen sonríe a la azafata del low cost. Es morena y sostiene su mirada.. Lo atraviesa con ojos que reflejan el cielo y el mar. Le está ofreciendo un caramelo y una gama de cafés a la carta, de pago. No parece preocupada por el destino del planeta, de ese vuelo, ni de Forensen en particular.
Se ven por la ventanilla los barcos anclados con sus velas, la gente vestida de blanco y negro con pañuelos rojos, la enorme paellera conteniendo la fideuá, las bolsas de sal, el naviero grande anclado. La gente que baila junto al puerto pesquero. Los espectadores agolpándose para entrar la danza, en una ronda que se agranda. Las mujeres que tejen en la arena y los hombres, con camisas blancas, llevando sacos al hombro. Se distingue un grupo de marineros que acercan un barco a la cala, tirando de la cuerda. Junto a un pequeño velero en la playa unos pescadores extienden las redes. La costa Mediterránea, transparente, “demasiado cerca” piensa el médico en sueco. La azafata también mira hacia afuera por su ventanilla con esos ojos cristalinos. El mástil del barco, que seguramente ha traído la sal desde Baleares a ese pueblo, casi toca el ala del avión.
El médico está inclinado sobre la ventanilla. “Si es solo un vuelo low cost” - piensa - “En Estocolmo la niebla cubría la pista y los fiordos se alejaron enseguida, junto con la silueta de la ciudad. Ahora todo se agranda demasiado”. Forensen alcanza a ver el rostro de las costureras, el color de la piel de los pescadores, sus camisas blancas, sus sombreros rojos.
Harold Forensen nada junto a los pescadores. Han salido muy temprano de su pueblo en la cala en busca del atún, el mero, la merluza, la sardina y la anchoa. Los barcos pesqueros le pasan cerca. Es tan importante la primera bocanada de aire que logra respirar, que vuelve a hundirse. Bajo el agua ve las redes y los peces atrapados. Aunque Forensen gritara con todas sus fuerzas cuando vuelva a emerger, los pescadores no lo oirían. Están ocupados, concentrados en terminar. Quieren regresar antes de que caiga la tarde al pueblo y termine la fiesta.
Lo primero que Forensen ve cuando logra salir y deja de boquear es esa mujer, que se parece a la azafata, sentada en la arena, no tan lejos. Entonces decide nadar.
El sol cae sobre la península y el mar empieza a hundir el avión. Forensen bracea hacia la costa. Se aleja, ahora que ha recuperado el aliento, de la fuerza centrífuga de la bestia que todo lo arrastra hacia el fondo. Huye del manojo de maletas, sangre y metal que ha dejado el impacto. Cruza el pequeño trecho que lo separa de la playa. La mujer en la cala, borrosa, desde sus ojos empapados, parece esperarlo. “Es idéntica a la azafata” piensa Forensen, como si esa fuera una tarde en el pueblo y hubiese decidido quedarse allí toda la vida. Forensen olvida el entumecimiento de su cuerpo, el dolor en la nuca y el silbido butal cuando el avión golpeó el agua. A medida que se acerca nadando, Forensen distingue el ritmo de los bailes y la silueta de la gente. El viejo sonido del cuerno anuncia a los pescadores regresando. Forensen hace pie y ve, caminando por el agua hacia la playa, las ofrendas y el ritual. En este día de viento calmo, llega sin dificultad hasta el pueblo mientras la masa de metal se hunde a sus espaldas.
La gente está sumida en la música, en danzas ancestrales de comunión y en una sencilla armonía compartida. Los pescadores logran volver temprano. Nadie se percata de Forensen que, casi desnudo, temblando, se acerca al fogón. Alguien le obsequia una camisa blanca, una chaqueta negra. Cuando se viste el médico sueco parece uno más del pueblo. Forensen contempla como la nave se termina de hundir, confusa, en el horizonte. Los barcos se acercan rápido a la playa. Los pescadores descienden. Cargan sobre sus hombros sacos de sal y cubos llenos de sardinas y anchoas. La última luz de la bahía se confunde con los palos del barco naviero que ha traído la sal, con las velas que regresan. En el último aliento de ese día de otoño, Forensen ha encontrado un lugar junto al fuego. El pueblo festeja, tal vez la independencia, o un sueño de libertad. El sueco no entiende el idioma, ni la razón de la alegría y la melancolía de esa ceremonia.
Botes de goma rodean lo que queda de la masa de hierro que se hunde. Forensen aparta su mirada del mar que está desapareciendo. Se concentra en la explanada de los bailes. Todos se acercan a una tienda iluminada en busca de un plato de fideuá o pescado. La mujer, igual a la azafata, lo mira desde el espigon junto a la playa. Él inclina levemente la cabeza. Es un gesto tímido, ella lo ve y se acerca . Le trae un plato de sardinas, obsequio de la fiesta del pueblo. Se sienta a su lado.
"Me llamo Anna", le dice. "¿Y tu?"
Forensen se ensucia los dedos con las pequeñas espinas, saboreando la sal y el pescado fresco, recién traído del mar. La bahía ha desaparecido, la noche ha devorado el agua y la mole hundida. Los ojos de la mujer reflejan el fuego.
"Harold Forensen", dice y sus palabras son tragadas por la música. Detrás de los barcos iluminados con antorchas, los pescadores bailan y olvidan la jornada en el mar. "Me llamo Harold Forensen", dice en sueco, y la mujer le sonríe.

Ariel Halac - La Escala, Ventallo, fiesta de la sal, setiembre de 2010 

    

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